LA ORGANIZACIÓN COMO SISTEMA

Thursday, April 03, 2008


El sentido del civismo
Por Victòria Camps, Catedrática de Ética. Universidad Autónoma de Barcelona


Es necesario que las personas se respeten unas a otras y hay que respetar las cosas comunes para que todos las puedan disfrutar cuando las necesiten. El civismo es, por encima de todo, la cultura de la convivencia pacífica y solidaria, del compromiso con la ciudad y con sus habitantes. Queda pendiente saber cómo habrá que formar el carácter de acuerdo a estos valores. Etimológicamente, civismo deriva del latín civis, que significa ciudadano. De acuerdo con esta etimología, el civismo constituye el conjunto de cualidades que permiten a los ciudadanos vivir en la ciudad, es decir, vivir en comunidad respetando unas normas de convivencia pacífica, aceptando las reglas del juego de la democracia y los derechos fundamentales o los valores constitucionales.


Cívico es el comportamiento propio o característico del ciudadano. El concepto de civismo, como también el de virtudes cívicas, ha ido adquiriendo importancia en los últimos años debido a la necesidad creciente de poner de manifiesto el papel que el ciudadano debe desempeñar en las democracias liberales.


El garante de los derechos es el Estado, al que corresponde proteger las libertades individuales y los derechos sociales: un Estado denominado “policial” que salvaguarda los derechos civiles y políticos, y un Estado interventor que protege los derechos sociales. Se trata de un modelo de Estado que se ha ido imponiendo y consolidando a lo largo de los dos últimos siglos, y que, a pesar de haber representado un progreso con respecto al estado absoluto, tiene un inconveniente manifiesto, ya que ha contribuido a dividir a las personas en dos clases de ciudadanos diferentes: unos, políticamente activos, que tienen cargos políticos, militan en algún partido o dirigen algún movimiento social; y otros, pasivos, proclives a desentenderse de la vida pública o que participan en ella de una forma esporádica y muy formal.


Teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, el civismo puede definirse como un conjunto de normas –escritas o no– que debería suscribir cualquier ciudadano demócrata y liberal. El civismo es la ética mínima ciudadana. Se necesita una ética del ciudadano porque sin normas comunes, sin una cultura ética compartida, no funcionan ni la democracia ni el orden social. Es necesario que la democracia sea la expresión de un demos, de un pueblo dispuesto a respetar las instituciones, a reforzarlas, a compartir unos valores comunes y a adecuar su conducta a estos valores. Es una ética mínima porque tiene que poder ser aceptada por todos, con independencia de las creencias religiosas o de las costumbres y tradiciones de cada uno.
.
EDUCAR EN EL CIVISMO
El civismo entendido tal como hemos argumentado, como la potenciación de las virtudes o actitudes que convertirán a la persona en un buen ciudadano o en buen demócrata, está estrechamente relacionado con la educación. Enseñar civismo es enseñar ética, una materia que –como dijeron los griegos– no se enseña con los mismos métodos que se utilizan para enseñar las demás materias, como la geometría o las matemáticas. La mejor manera de enseñar ética o civismo es a partir del ejemplo. El civismo se transmite no con teorías o normas de conducta, sino siendo cívico, creando un entorno que favorezca las actitudes cívicas. El civismo significa “civilidad”, ser civilizado o contribuir a que la convivencia cotidiana sea pacífica y agradable. Una manera algo anacrónica de hablar de civismo es hacer referencia a la “buena educación” o a la “urbanidad”, una asignatura que hace tiempo que desapareció de las escuelas. Sea como fuere, se trata de enseñar a cultivar y estimar las formas de respeto hacia los demás, desde las más externas, como saludar con propiedad, a las más internas que se manifiestan al hacerse cargo del sufrimiento de los demás. La regla de oro de la moralidad, desde Confucio, es la que dice: “lo que no quieras para ti no lo quieras para nadie”. Lo que nos ha llevado a insistir en el valor del civismo ha sido el convencimiento de que esta regla empieza a ser ignorada.


La educación, para inculcar actitudes cívicas, tiene que ir contracorriente; tiene que luchar contra una sociedad que fomenta la vida cómoda y fácil, el placer inmediato, que valora, por encima de todo, el poder adquisitivo del dinero y el éxito personal a cualquier precio. La clase de persona que se forma espontáneamente en las sociedades desarrolladas no es el ciudadano, sino el consumista. Ganarse bien la vida para poder comprar todo lo que apetezca es lo que da sentido a la vida, el símbolo del éxito y de que no somos unos seres frustrados. El individualismo, que no tendría que ser un concepto negativo, si se entiende como la importancia central concedida al individuo, es contraproducente cuando se convierte en puro egoísmo. Sin una educación que enseñe a vivir de otra manera, la persona aprenderá sólo a pensar sí misma y en sus intereses, y no en el bienestar de los demás. Da lo mismo que los medios de comunicación nos muestren cada día la miseria y el sufrimiento de los demás; olvidarlos es tan fácil como apagar la televisión.
La sociedad de consumo no ayuda a inculcar civismo, y tampoco lo hace la sociedad liberal. Poder disfrutar de las libertades de las que disponemos es, sin duda, un progreso. Ahora bien, el concepto de libertad más difundido es el que considera que ser libre quiere decir no estar sometido a normas que limitan la libertad. Se trata de una concepción negativa de la libertad según la cual soy libre de hacer todo lo que las leyes me permiten hacer. Si vinculamos esta idea de libertad con el hecho de que vivimos en sociedades plurales, en las que cada vez tenemos más posibilidades de escoger formas de vida diferentes porque todas están igualmente permitidas y se consideran asimismo buenas, el resultado es una sociedad sumergida en lo que Durkheim denomina “anomia”. La ausencia de normas, o de referentes claros y sólidos, nos provoca una incertidumbre que muy fácilmente se convierte en indiferencia. La indiferencia de “todo vale lo mismo” siempre que la elección sea libre.


Más arriba me he referido a la importancia que tuvo para muchos pensadores la religión como instrumento de cohesión y como motivador de las personas para adoptar comportamientos entendidos como correctos. Rousseau se conformaba con una “religión civil” para conseguir el efecto deseado. No se trata de recuperar las religiones –como querrían algunos comunitaristas–, ni de construir un simulacro que las sustituya, lo que sí es necesario es que no abandonemos la educación moral o cívica por el hecho de que la religión, en las sociedades laicas, se haya convertido en un asunto privado. Creo que las dificultades actuales para entender la educación no como la transmisión de unos conocimientos instrumentales, sino como la formación de la persona, proceden básicamente de que nos tenemos que inventar la forma de lograrlo. La religión integraba la moralidad. La educación laica no sabe cómo integrar el civismo como el aspecto más básico de la educación. Es sintomático que cuando se propone una asignatura alternativa a la religión se piense en la educación cívica. Como si los creyentes y los no creyentes tuviesen diferentes concepciones de la moral o del civismo.